martes, 26 de febrero de 2013

Malcolm X: las razones de la autodefensa


Malcolm X.
Por Sergio Martínez Espitia

El 21 de febrero de 1965 fue asesinado el ministro religioso y líder negro Malcolm X en el barrio de Harlem, New York, durante un encuentro con la Organización de la Unidad Afroamericana que él mismo había fundado el 8 de junio del año anterior.

En el discurso de apertura de dicha agrupación, Malcolm X, quien tres meses atrás había renunciado a la Nación del Islam para iniciar una vertiginosa carrera política de manera independiente, clarificó uno de los puntos más polémicos de su programa de lucha por el que fue acusado de ser un promotor de la violencia: el derecho a la autodefensa de los grupos sociales que sufren discriminación y agresión física ante la negligencia o complicidad de las autoridades políticas y policiacas.

La remembranza del líder musulmán (El-Hajj Malik El-Shabazz, su nombre en la religión del Islam), y en especial la de su concepto de autodefensa, viene muy a tono con la creciente formación de grupos de justicia ciudadana en distintas partes del territorio mexicano, sobre todo en el Sur, región con los mayores índices históricos de pobreza y marginación.   

En Guerrero, Michoacán, Oaxaca, Estado de México, Chihuahua, y recientemente en Tamaulipas y Veracruz, cunden los grupos civiles (se calcula la existencia de 36) que haciendo uso de las armas capturan a miembros del crimen organizado para someterlos a juicio popular por sus delitos a la vista de autoridades, ciudadanos y prensa.

La razón principal de estas acciones, según sus propios participantes: la absoluta ineficacia de los cuerpos de seguridad convencionales o la abierta complicidad de éstos con el crimen organizado.

La autodefensa ha despertado la simpatía de amplios sectores en la sociedad mexicana que padecen de forma cotidiana los efectos de la violencia criminal, pero funcionarios de los tres niveles de gobierno y medios de comunicación, en especial las dos grandes televisoras del país, señalan la supuesta ilegalidad y el aparente carácter violento de estos grupos aunque admitan –no les queda de otra- que son el resultado comprensible ante el fracaso del modelo de seguridad de Felipe Calderón.

En la lectura de principios de la Unidad Africana, Malcolm X cuestiona los argumentos de quienes aseguran que el empleo de las armas con fines de autodefensa se encuentra fuera de la ley, además de constituir –dicen sus detractores- un hecho de violencia inadmisible.

En el apartado dedicado a la Self Defense (autodefensa), el legendario activista, en relación con la violencia política sufrida por la comunidad negra de Estados Unidos, inicia con la siguiente premisa: “desde la autopreservación como primera ley natural, nosotros, los afroamericanos, reivindicamos el derecho a la autodefensa”.

He aquí un principio concomitante a los grupos de este tipo en México, la autopreservación, que, como ley natural -tal como la entendió Malcolm X- rige tanto a los organismos biológicos como a los sociales.

¿Cómo responder a la violencia del crimen organizado que acaba con la vida física y la social (patrimonio, empleo, etc.) de padres, hijos, hermanos, al grado de acabar o poner en riesgo la existencia misma de poblaciones enteras? ¿Cómo responder a ello si las instituciones creadas con el fin de preservar esas vidas actúan en contra de las mismas? ¿Acaso la respuesta debiera ser la acción contra natural de renunciar a la vida y su preservación y ponerse en manos del exterminio? Los ciudadanos armados han dado la respuesta.

Enseguida, Malcolm plantea un motivo de tal peso que ni alguien privado de un elevado razonamiento pero no del sentido elemental de la justicia puede rechazar: “nosotros reivindicamos que en aquellas áreas donde el gobierno no está preparado ni tiene la voluntad de proteger la vida y las propiedades de nuestra gente, ésta tiene el derecho de protegerse a sí misma por cualquier medio necesario”.  

Esta última expresión, “por cualquier medio necesario”, valdría al defensor de los derechos civiles el ser considerado un extremista radical. Pero los grupos de autodefensa solo realizan, precisamente, lo “necesario” para sus fines. Nunca van más allá de reparar la justicia ni hacen menos que eso.

No dictan ejecución a quienes resultan culpables en un juicio popular: los confinan a realizar trabajos comunitarios o los entregan a las autoridades oficiales. Tampoco toman las armas y se cruzan de brazos en espera de la acometida de las bandas criminales: llevan a cabo las pesquisas propias del aparato judicial y detienen a los responsables para ponerlos a disposición de las autoridades de la asamblea comunitaria. (Esto ocurre, sobre todo, en el caso de Guerrero).

En cuanto a la ilegalidad o no de los actos de autodefensa, Malcolm dilucida este aspecto a partir de la posición en aquellos años del gobierno norteamericano que apelaba a la autodefensa de los Estados Unidos para continuar con la guerra en Vietnam a la vez que no permitía a la comunidad afro el uso de las armas para un propósito semejante en contra de las razias policiacas.    

El gobierno mexicano tiene una postura similar: argumenta que su combate al crimen organizado es por la defensa de los mexicanos, minimiza los “daños colaterales”, y amonesta a los grupos de autodefensa por hacer “justicia por propia mano” cuando éstos surgen de la necesidad de protegerse no solo de los criminales sino también de las mismas autoridades, que, coludidas con los delincuentes, pasan de ser defensores a agresores, ya sea de forma directa o indirecta. 

Pero quizá el componente que justifica en mayor medida la autodefensa sea el relativo a la igualdad. Malcolm lo ejemplifica con la creencia habitual de los norteamericanos blancos en que un “hombre con un rifle sólo puede ser detenido con otro rifle”. “¡Esto es igualdad!”, dice, y lanza una sentencia que lo pone al filo de la contraofensiva: “si ellos (el gobierno) no quieren que tú y yo seamos violentos, entonces, que detengan a los racistas violentos”. En México, para apropiarnos de esta idea, nos bastaría con decir narcotraficantes en lugar de racistas.

Ese 21 de febrero Malcolm X sería víctima de la violencia institucional que quiso combatir en igualdad de condiciones. La Nación del Islam conspiró contra la vida del líder negro en venganza por su separación del influyente organismo musulmán, ante la complacencia del FBI, que conocía las amenazas de muerte en contra de Malcolm debido a que la agencia lo espiaba desde 1953 por considerarlo un ideólogo comunista.

Sus acciones en favor de los afroamericanos –junto a las emprendidas por Luther King- impulsaron las reformas sobre los derechos civiles que el congreso norteamericano aprobaría bajo la presidencia de Lyndon B. Johnson en los años sesenta.

Su legado sobrevive en nuestros días, aun cuando el racismo en Estados Unidos, “suavizado” por la presidencia de Barak Obama, cede ante la creciente integración de la comunidad negra en áreas de la política y la economía de Norteamérica que en la época de Malcolm estaban reservadas solo a los anglosajones.

Y si en vista de ello sus planteamientos parecieran anacrónicos en la actual sociedad estadounidense, no así en México, donde los grupos de autodefensa, que en realidad no encuentran un ejemplo de sus acciones en el líder afroamericano, ya que la autodefensa fue practicada por otros movimientos sociales en el territorio nacional (las guerrillas de Genaro Vázquez y Lucio Cabañas comenzaron como grupos de autodefensa en los setenta, asimismo, en los últimos años, el Ejército Zapatista en Chiapas), sí hallan hoy en Malcolm X al mejor de sus voceros en ausencia de líderes y teóricos de la política en nuestro país que la sustenten de manera valiente y razonada.

jueves, 14 de febrero de 2013

La explosión de gas sin fuego: el retorno del surrealismo

Sergio Martínez Espitia.-
 
El legendario artista francés André Breton (1896-1966) acuñó la frase que daría sello de identidad a nuestro país: “México es el lugar surrealista por excelencia”. El poeta galo fundaba su conclusión en la capacidad del mexicano para reunir los polos opuestos de la vida en una sorprendente unidad de color, suntuosidad y misterio.

 
Es conocida la admiración de Breton por la obra de Guadalupe Posada, cuyas vívidas calaveras, muertos andantes llenos de vigor, reflejan la desconcertante fatalidad del individuo que, felizmente, se obstina en su curso a sabiendas de que la muerte está a la vuelta de la esquina, o de que ella misma, incluso, es quien lo lleva de la mano a su fracaso inevitable, en medio de duras carcajadas y potentes gritos de agonía.  

 
Luis Buñuel, el surrealista más destacado en el cine, en su película “Los Olvidados”, al exponer la vida atroz de los niños marginados en la ciudad de México, supera, o mejor dicho, se sumerge a tal grado en esa realidad que la transforma en una auténtica pesadilla del abandono y la desilusión, casi imposible de creer si la marginación no ha sido sufrida en carne propia. 

 
Por algunos testigos se sabe que la actriz Dolores del Río regañó al cineasta después de la premier del filme por considerar una absoluta mentira el hecho de que una madre mexicana negara la comida a uno de sus hijos, en una de las escenas, sin embargo, menos desafiantes de la película.

 
En la vida política el PRI representó esa parte surrealista de nuestra cultura. Un partido con el poder absoluto que celebraba fastuosas elecciones sin competidores visibles. Un partido revolucionario e institucional, una unidad insólita de movimiento incesante y fijeza artrítica. Un partido que salió de la presidencia en medio del hartazgo social y que ha regresado a ella mediante el apoyo de esa misma mayoría que antaño lo repudiaba, amén de las triquiñuelas usadas habitualmente.

 
Hoy, situados otra vez donde mejor se sienten, los priistas regresan a ese lenguaje contradictorio revestido de tono mesurado y corrección política. “Una explosión de gas sin fuego”, es la expresión de un contrasentido que en su propósito de develar el misterio no hace más que acrecentarlo, tal como querían los surrealistas a través de la fusión de símbolos opuestos.     

 
Porque si el presunto gas acumulado en el edificio B2 de Pemex estalló sin el factor que precisamente lo hace entrar en combustión, o, más insólito aún, si explotó debido a una “lámpara” o “chispa” sin presentar emisión de fuego alguno, en una suerte de fenómeno natural inédito -propio de aquellas películas que solo valen la pena por sus increíbles efectos digitales- la proposición solo consigue incentivar el misterio sobre las causas del siniestro hasta disolverse en su propia ficción, poniendo al desnudo los trozos de una verdad soslayada.   

 
Y así, al negar la causa más probable del estallido que surge al caer el velo de la ilusión, es decir, la presencia de un artefacto explosivo (el cual sí puede crear una onda expansiva de destrucción sin producir fuego), el PRI toca una de las claves del código surrealista: la negación de un hecho es en realidad la afirmación del mismo. “El arte es una mentira para decir una verdad”, decía Pablo Picasso, hermano generacional de Breton.

 
Pero el surrealismo del PRI no guarda intenciones estéticas ni busca la verdad por medio de metáforas que cimbren la imaginación. El PRI solo quiere convencer de sus sin sentidos a una sociedad acostumbrada tanto a vivir en el absurdo de la descomposición sistemática del gobierno que a estas alturas difícilmente atina a separar la verdad de la mentira.

 
Y al igual que los surrealistas, quienes gustaban de llegar al extremo y causar el paroxismo del público, el PRI no se detendrá en justificar la explosión de gas sin fuego sino hasta el punto de relegar la explicación científica y arribar a una de tipo esotérico, descabellada, muy próxima –no obstante- a las percepciones de una población que aún gusta de creer en el actual presidente solo porque es “guapo” o en que con el PRI “habrá más lana” porque -dicen- roba, pero deja robar.

 
Un surrealismo muy diferente del que Dalí y Buñuel nos dieron una muestra en “El Perro Andaluz”. La asociación de la luna llena divida por el tajo de una nube sombría y el corte transversal a navaja de un ojo, produce un inefable goce estético en aquellos que aún conservan su sensibilidad intacta y que también –sin duda- sentirán, ante la conclusión del PRI sobre la tragedia del 31 de enero, un intolerable y continuo displacer.