viernes, 28 de marzo de 2014

El fanatismo futbolero inducido por las televisoras, raíz de la violencia en los estadios


Por Sergio Martínez Espitia

 

El jueves se aprobó en el Congreso el endurecimiento de la Ley General de Cultura Física y Deporte en contra de quienes participen en actos de agresión realizados en eventos deportivos. Los delitos de “violencia en el deporte” -nueva figura incluida en la Ley- se castigarán con la prohibición del acceso a los estadios y condenas de 3 meses a 6 años.

Aunque las nuevas sanciones eran inevitables después de la golpiza que la barra de las Chivas diera a varios policías locales, los agregados a la Ley adolecen de la misma visión superficial que ha imperado en las leyes de los recientes años para frenar la violencia del crimen organizado.


Los diputados siguen olvidando las causas de orden político, social y económico en el diseño de las leyes, para castigar solo a los sujetos implicados directamente en la comisión del delito y no a otros actores que también pueden ser responsables en la medida en que generan el entorno anímico y social que influye en la aparición de la violencia.
      

Nos referimos, por supuesto, en el caso del futbol, a las dos grandes televisoras del país. Comerciales, programas de entretenimiento y transmisión puntual de cada uno de los juegos, diariamente y en distintos horarios, ha sido la línea principal de la barra televisiva durante los últimos 40 años en México. La atención extrema en este deporte y sus derivados ha alcanzado alturas demenciales.    


La publicidad en el futbol, que es legítima en cuanto que promueve el consumo de un producto como cualquier otro, se ha deslizado peligrosamente hacia la propaganda, que, a diferencia de la primera, induce en el receptor a crear enemigos externos en la defensa de una causa grupal que anula o dirige las decisiones del individuo.


El fanatismo es una de sus consecuencias más perniciosas. El sujeto cree que debe “pelear” por la idea o la insignia a la que se adhiere con pasión, a costa –incluso- de su vida y la de quien para él representa al “enemigo”. Esta conducta no solo se manifiesta en la violencia física sino también en actitudes y acciones que parecieran inofensivas a primera vista. 


En el futbol, el fanatismo, además de expresarse en las riñas protagonizadas por las barras, también se observa en el excesivo tiempo que muchos mexicanos dedican a ver, leer y escuchar de este deporte en su tiempo total reservado al ocio; en el consumismo por todo aquello relativo al futbol; en las bizarras demostraciones de apoyo de los aficionados, expresiones singulares del ridículo o lo grotesco; en la creencia seudoreligiosa de que la selección mexicana se halla destinada a ser campeona del mundo, aunque los tristes hechos pongan al equipo cada vez más lejos de la gran aspiración; y, en la reacción fanática de quienes acusan de apátridas –de manera velada o directa- a los pocos que se atreven a cuestionar el dogma mediático (la grandeza de la selección), cuando, en el centro de la euforia verde, dicen, tímidamente: “para qué tanto escándalo, si siempre pierden”.             




Es función del Estado vigilar y sancionar las estrategias de comunicación que pudieran lesionar los derechos de los ciudadanos o tener efectos de carácter psicológico en detrimento de la paz y la armonía social. Pero pedir esto, bajo la actual preponderancia de Televisa en el gobierno federal, es más que pedir peras al olmo… es pedir, aunque sea un retoño, a un árbol viejo y podrido.

lunes, 10 de marzo de 2014

El incómodo silencio de Cárdenas ante las víctimas de Michoacán


Por Sergio Martínez Espitia.-

En el momento de escribir estas líneas el ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas acaba de ser extraído del museo de los olvidados, en el mitin que encabeza en el Zócalo con el fin de protestar –muy fuera del tiempo humano pero aún dentro del político- contra una reforma energética que, ay, cinismo nacional, fue aprobada, en lo oscuro del Congreso, por algunos de esos políticos que lo circundan en el estrado.

Pero esta contradicción, disimulada por la causa común, no perturba su rostro de cantera tallada. Después de todo, hace tiempo que el ingeniero “guarda distancia” del PRD, partido que lo desplazó de la candidatura a la presidencia en 2006 y por el que aún siente despecho: el padre fundador que cifró la decisión de sus hijos políticos como una traición a su destino inquebrantable de ser presidente.   

No. Cuauhtémoc Cárdenas alza la barba, exhibe una seriedad superior, mira a lo alto, respira profundo, y en su porte de grave estadista pareciera cubrir con sucinta imaginación los huecos de la gran plaza con las masas que, agitadas en el 88, estaban ahí, de distinto modo y en diferente circunstancia, a la espera de que él llamara a desconocer los resultados electorales, a convocar a nuevas elecciones, a impulsar un gobierno interino, a incentivar la organización de los ciudadanos, a derrocar, de una vez por todas, a la dictadura del Partido Único (¿recuerdan la frase?).

No. El ingeniero permaneció entonces casi como lo hace ahora en la actual escena política, impávido, mudo, sin escuchar los lamentos de sus paisanos, víctimas de la violencia en Michoacán, la tierra que en aquel 88 lo bañó en votos y le ofreció sus brazos en la lucha contra el gobierno.

Cárdenas, en aquel momento crucial, después de que la presidencia –que tanto anhelaba- le era prácticamente arrebatada, fundó el Partido de la Revolución Democrática, y se apegó al juego del sistema, al principio de la vía electoral para arribar al poder. Caro ha cobrado el tiempo la extraña decisión del ingeniero, quien no avizoró –y si lo hizo no quiso ver nada- la puerta de una sublevación que llevaría el estandarte de su padre, el general Lázaro Cárdenas. (Muchos abuelos del cardenismo de los treinta aún vivían, y animaban a las nuevas generaciones a seguir a Cuauhtémoc).

En aquel año, la mayor excusa de Cárdenas para no llamar a la desobediencia civil fue el riesgo de causar “un derramamiento de sangre” que la nación “no soportaría”, sin embargo, a casi tres décadas de ese acto de “heroísmo” que evitó tamaña catástrofe el país se ha bañado en la sangre inútil de la delincuencia organizada durante los últimos 8 años, especialmente en Michoacán, donde el PRD halló un caudal interminable de votos y recursos.    

Y Cárdenas calla, calla ante el conflicto que divide y desgarra al estado que alguna vez él gobernó siendo un integrante destacado del PRI (1980-86).

Las autodefensas michoacanas no han merecido de él una sola palabra no ya de respaldo sino de mera comprensión por esta gente que, atrapada entre la espada y la pared, ha debido tender una mano a Dios y otra al Diablo para combatir la criminal depredación de los Templarios.

Y qué lejos se halla el PRD del organismo político que él fundara en la década de los ochenta, si bien institucional, imbuido sin concesiones del ideal de luchar por un México más justo y democrático. Qué distintos aquellos líderes y militantes del partido que en numerosas ocasiones arriesgaron su vida (se habla de 600 perredistas asesinados en el sexenio de Salinas, 300 de ellos en el estado sureño). Qué distinta aquella dirigencia cuyas decisiones emanaban de las asambleas populares; qué diferente a la actual, abiertamente rapaz, sinvergüenza, traidora. 

Pero Cuauhtémoc sigue incólume, altivo ante la muchedumbre, rodeado de la estructura infame de ese partido que –sin duda- también es responsable de la violencia y el poder del crimen en Michoacán.    

Diez años bastaron al Cártel de la Familia, ahora Los Caballeros Templarios, para imponer su ley. Los mismos diez años que gobernó el PRD en la entidad (seis de éstos siendo gobernador el hijo del ingeniero). El mismo lapso de tiempo que las autodefensas dicen haber sufrido el terror del crimen organizado.


Pero no. Cuauhtémoc ni siquiera da una señal de condolencia por los cientos de hombres, mujeres y niños que han muerto a manos de los criminales, vidas que él mismo tanto quiso proteger del atroz derramamiento de sangre que finalmente no pudo evitar y que ahora no quiere ver.