Sergio Martínez Espitia.-
Durante el mundial de
Inglaterra en 1966, el columnista Manuel Sayde publicó que los jugadores de la
selección mexicana parecían ratones verdes porque se hacían chiquitos ante los
rivales y corrían sin ton ni son.
El estigma de no ser más que
unos simpáticos roedores que seguían en fuga la pelota se extendió 27 años
más, hasta después, incluso, de la actuación heroica de la selección en el
Mundial de México 86.
Los jugadores de aquella escuadra
liderada por los impecables Tomás Boy, Javier Aguirre y Manuel Negrete cayeron
de forma injusta en los cuartos de final ante los imposibles alemanes en el
estadio de Monterrey. El árbitro colombiano Díaz Palacios anuló por error -en
el tiempo reglamentario- un gol del inolvidable Abuelo Cruz que daba el triunfo
a los connacionales.
Los tiempos extra fueron un
suplicio y la selección volvió a perder la chance de ir a semifinales -en un mundial local- al ser
víctima del nerviosismo y caer abatida 4 a 1 en la tanda de penales.
Ocurriría después la suspensión de
México en el Mundial de Italia 90 por el bochornoso asunto de los cachirules que
jugaron en las eliminatorias del Mundial Juvenil de 1989 en Arabia Saudita. El
futbol mexicano tocó fondo y la maldición de los ratones se tornó de verde a
roja por el rubor de la vergüenza ante el mundo. El futuro del deporte
idolatrado se tiñó de penumbras.
No obstante, 4 años después, de
la baba de este molusco nacería la perla: la maravillosa selección de Galindo, Campos,
Ambriz, Aspe, Ramírez, Suárez, Zague, dieron la linda sorpresa al arribar a la
final de la Copa América de 1993 en Ecuador. Esta nueva generación de jugadores,
a cuyas filas se agregaron Del Olmo, García, Hermosillo, y otros, y que
se distinguía de las anteriores por su fortaleza técnica y mental, salvó
con creces la dignidad del futbol mexicano.
Por primera vez en su
historia, la selección era vista con cierto respeto en la escena
internacional. El éxito del equipo se debía en buena medida a la dirección
técnica de Mejía Barón pero sobre todo al sistema de entrenamiento heredado por
Menotti, quien en sólo dos años al frente del grupo había logrado establecer una idea
futbolística y convencer a los jugadores de su calidad técnica y humana.
En una de las tantas
decisiones fatales de la Federación, el argentino fue despedido sin motivo
aparente a unos meses de iniciarse la Copa sudamericana. De este modo se interrumpía el proceso de trabajo más
relevante en el sinuoso trayecto de la escuadra.
Sin embargo, las semillas lanzadas
por el viejo lobo de Rosario dieron los frutos suficientes para aliviar el
espíritu futbolero del país y hacer creer a los aficionados, directivos,
técnicos, comentaristas y jugadores, que, de una vez y para siempre, el ofensivo
mote quedaba al fin sepultado.
La euforia de tener un equipo
competitivo, posicionado en el Cono Sur tras el papel inmejorable en Ecuador y
subsiguientes Copas América, así como la buena actuación de los equipos locales
en la Copa Libertadores, y una Copa Confederaciones ganada a Brasil, inflamaban el viejo sueño de obtener un
campeonato del mundo.
El combustible de aquella
primera gran selección prevalecería hasta la época de Lavolpe, cuando el deseo de
ganar un mundial alcanzó la cima del delirio.
Pero poco antes de que el
estratega del “futbol total” se hiciera cargo de la querida escuadra, ésta
había experimentado uno de los fracasos más lamentables de su historia: el
equipo nacional venía de perder con Estados Unidos, su acérrimo rival en la zona, nada menos que en octavos de final del Mundial de Corea/Japón 2002.
El golpe fue de tal impacto
para los aficionados que provocó en la mayoría un efecto de bloqueo automático
que anuló la realidad: muchas personas estaban convencidas de que Vicente Fox
había cedido el triunfo del partido para no seguir irritando a los estadounidenses,
cuyo gobierno estaba inconforme por unos terrenos fronterizos reclamados
por el presidente mexicano.
Y así, los hinchas no quisieron
ver lo peor: la grosería del técnico Javier Aguirre al no dar la cara a la
prensa para explicar los funestos errores del juego y su falta de seguridad
al afrontarlo.
Aguirre huyó del estadio (su
imagen en la televisión corriendo para tomar el camión que lo llevaría al
aeropuerto de Corea del Sur) bajo el absurdo pretexto de que tenía un llamado
“urgente” de la directiva del Osasuna (equipo que lo había contratado por su gran trabajo en la primera ronda del torneo), en plena temporada mundialista,
cuando las ligas principales de cada país están en receso.
Sobre este triste antecedente,
Antonio Lavolpe tomaría la selección. El “innovador del futbol mexicano”, “el
estratega de lujo”, “el amante del juego ofensivo”, “el Rinus Michel de
México”, asumía el mando bajo éstos y otros epítetos lanzados por la
propaganda de la Federación.
Lavolpe había formado la
increíble escuadra del Atlas en los noventa, además de ganar el campeonato de
la liga con el Atlante a principios de esa década. No había duda de que el
excampeón del mundo en Argentina 78 –título ganado por la selección local bajo
la dirección de Menotti- era uno de los mejores técnicos en la historia
de los torneos nacionales, por lo que su designación parecía el movimiento más acertado,
el más natural.
Pero el bigotón de Buenos
Aires llegaba sobre una nube de grandes esperanzas que más tarde que temprano
reventarían. Los dueños del futbol usaron la buena fama del argentino y la alta
expectativa que éste generaba en el público para montar una de las campañas de
promoción jamás vista en el país.
Para comentaristas,
anunciantes, piratas y merolicos, la selección mexicana al fin poseía al “gran
timonel” que la llevaría la conquista de la anhelada Copa del Mundo.
Los seguidores mordimos la
carnada no sin cierto placer. Creímos que la hora reservada por el destino estaba
aquí, y la alucinación masiva llegó al nivel de creer que íbamos al Mundial de
Alemania 2006 a recoger el trofeo que ya nos pertenecía desde el Mundial
anterior, porque la derrota con Estados Unidos -la dolorosa e injusta derrota
contra el rival a muerte- era solo un mal sueño del que ya habíamos despertado,
para asumir con certeza una realidad promisoria de vítores y gloria. Una realidad insoslayable, un augurio infalible.
El fanatismo en torno de la
selección, inducido por el bombardeo incesante de futbol en la mañana, tarde y
noche, aun antes de la era Lavolpe y hasta nuestros días, mostraba una de sus
caras más irracionales. De un mundial a otro –del fracaso al éxito en sólo cuatro
años- los ratones verdes se habían convertido en los tigres verdes que -de un
zarpazo- acabarían con los dragones europeos y los pavorreales americanos.
Pero tras una primera fase
jugada en forma mediocre, de calificar en segundo lugar del grupo siendo cabeza
de serie (gran error), y tras caer ante Argentina en octavos, en un juego donde
simplemente los gauchos fueron mejores, los antiguos clichés volvieron a derrumbar
la necia ilusión: “jugaron como nunca y perdieron como siempre”, “ya merito y los
empatamos”, “jugamos al tú por tú”, “Lavolpe se vendió”, “pinches argentinos,
valen madre”, etc., etc., etc.
Pero los verdaderos tigres,
los que dicen defender el verde y solo protegen los colores de su empresa, no
perdieron, ni siquiera el estilo: en la cumbre de las jugosas ganancias de aquella
selección que iba a ser campeona del mundo (la más rentable de todas) algunos
insaciables y altos funcionarios de la Federación fueron captados por la TV
nacional y alemana cuando recibían dinero a cambio de ¡unos boletos de reventa!
Los tigres enseñaban el cobre
de lo que en realidad significó para ellos la oportunidad de ser campeones del
mundial: el negocio perfecto: engrosar sus cuentas
bancarias sin ejercer la inversión y el esfuerzo que hubiera requerido un
intento genuino por ganar el soñado campeonato.
Porque haciendo a un lado las
justificaciones, Lavolpe consiguió formar un equipo con una aceptable solidez técnica, pero nunca uno que llenara la gran expectativa de pelear con seriedad por un título del mundo. El buenoairense caía en la confusión estratégica situando
jugadores en posiciones erradas y mezclando sistemas de juego sin ningún
resultado, y sin poder definir así el estilo de un equipo que, si bien mantenía
el orden en la cancha, carecía de un control pleno en los partidos y de una producción
constante de goles.
Aguirre regresaría a conducir
al seleccionado en el Mundial de Sudáfrica 2010. Tras repetir el mismo
resultado (no pasar de octavos), y tener una participación deslucida, el Vasco
dejó el amargo recuerdo de haber dicho en un programa de España, a unos meses
del torneo, que México estaba “jodido”, “atrapado” entre el décimo y quinceavo
lugar, y que no iba a quedarse “aquí para nada".
Poco antes del mundial se
difundieron los promocionales en que Aguirre parecía disculparse por la dura
declaración al confirmar a todos su “gran amor por México”, usando gestos y
frases de un nacionalismo chabacano. De este modo los directivos de la
Federación sancionaban al técnico por abollar la coraza de optimismo con que suelen
promocionar al equipo cada cuatro años.
La tensión creada por el Vasco
con sus jefes siguió teniendo efecto hasta el último partido frente a
Argentina.
El rumor de que el Bofo era
alineado para jugar contra la albiceleste por instrucciones de Vergara, a quien
urgía promocionar y vender al jugador, resultó ser la explicación más razonable
del porqué el técnico incluía a un elemento por entero nulo en un partido de
suma importancia.
Antes y durante el Mundial, el
dueño de las Chivas fue siempre uno de los críticos más severos de Aguirre, de
quien decía que no tenía la ambición necesaria para ser campeón del mundo.
Vista así la historia reciente
de la selección mexicana -que no incluye el obscuro episodio del mundial en
Argentina, las direcciones de El Ojitos Meza y Hugo Sánchez, ni la eliminación a manos de El Salvador que nos impidió asistir a España 82- la actual era del
Chepo no parece más que el destino consecuente de una historia de procesos truncados y
decisiones trágicas.
El resultado lógico de los
criterios deportivos subyugados siempre a los intereses de la Federación, las
televisoras, los representantes y los jugadores mismos.
Un juego donde los tigres
-cada vez más astutos- siguen envejeciendo en la bonanza, mientras los ratones,
correlones y sin tino, todavía salimos veloces
tras la migaja de una esperanza vacía… sí, nosotros, los aficionados, los
ratones verdes que no paramos de vitorear.