miércoles, 24 de julio de 2013

De ratones temibles y tigres abominables: la selección mexicana

Sergio Martínez Espitia.-
 
Durante el mundial de Inglaterra en 1966, el columnista Manuel Sayde publicó que los jugadores de la selección mexicana parecían ratones verdes porque se hacían chiquitos ante los rivales y corrían sin ton ni son.


El estigma de no ser más que unos simpáticos roedores que seguían en fuga la pelota se extendió 27 años más, hasta después, incluso, de la actuación heroica de la selección en el Mundial de México 86.

 
Los jugadores de aquella escuadra liderada por los impecables Tomás Boy, Javier Aguirre y Manuel Negrete cayeron de forma injusta en los cuartos de final ante los imposibles alemanes en el estadio de Monterrey. El árbitro colombiano Díaz Palacios anuló por error -en el tiempo reglamentario- un gol del inolvidable Abuelo Cruz que daba el triunfo a los connacionales.

 
Los tiempos extra fueron un suplicio y la selección volvió a perder la chance de ir a semifinales -en un mundial local- al ser víctima del nerviosismo y caer abatida 4 a 1 en la tanda de penales.

 
Ocurriría después la suspensión de México en el Mundial de Italia 90 por el bochornoso asunto de los cachirules que jugaron en las eliminatorias del Mundial Juvenil de 1989 en Arabia Saudita. El futbol mexicano tocó fondo y la maldición de los ratones se tornó de verde a roja por el rubor de la vergüenza ante el mundo. El futuro del deporte idolatrado se tiñó de penumbras.       
 

No obstante, 4 años después, de la baba de este molusco nacería la perla: la maravillosa selección de Galindo, Campos, Ambriz, Aspe, Ramírez, Suárez, Zague, dieron la linda sorpresa al arribar a la final de la Copa América de 1993 en Ecuador. Esta nueva generación de jugadores, a cuyas filas se agregaron Del Olmo, García, Hermosillo, y otros, y que se distinguía de las anteriores por su fortaleza técnica y mental, salvó con creces la dignidad del futbol mexicano. 

 
Por primera vez en su historia, la selección era vista con cierto respeto en la escena internacional. El éxito del equipo se debía en buena medida a la dirección técnica de Mejía Barón pero sobre todo al sistema de entrenamiento heredado por Menotti, quien en sólo dos años al frente del grupo había logrado establecer una idea futbolística y convencer a los jugadores de su calidad técnica y humana.

 
En una de las tantas decisiones fatales de la Federación, el argentino fue despedido sin motivo aparente a unos meses de iniciarse la Copa sudamericana. De este modo se interrumpía el proceso de trabajo más relevante en el sinuoso trayecto de la escuadra.

 
Sin embargo, las semillas lanzadas por el viejo lobo de Rosario dieron los frutos suficientes para aliviar el espíritu futbolero del país y hacer creer a los aficionados, directivos, técnicos, comentaristas y jugadores, que, de una vez y para siempre, el ofensivo mote quedaba al fin sepultado.

 
La euforia de tener un equipo competitivo, posicionado en el Cono Sur tras el papel inmejorable en Ecuador y subsiguientes Copas América, así como la buena actuación de los equipos locales en la Copa Libertadores, y una Copa Confederaciones ganada a Brasil, inflamaban el viejo sueño de obtener un campeonato del mundo.

 
El combustible de aquella primera gran selección prevalecería hasta la época de Lavolpe, cuando el deseo de ganar un mundial alcanzó la cima del delirio.

 
Pero poco antes de que el estratega del “futbol total” se hiciera cargo de la querida escuadra, ésta había experimentado uno de los fracasos más lamentables de su historia: el equipo nacional venía de perder con Estados Unidos, su acérrimo rival en la zona, nada menos que en octavos de final del Mundial de Corea/Japón 2002.

 
El golpe fue de tal impacto para los aficionados que provocó en la mayoría un efecto de bloqueo automático que anuló la realidad: muchas personas estaban convencidas de que Vicente Fox había cedido el triunfo del partido para no seguir irritando a los estadounidenses, cuyo gobierno estaba inconforme por unos terrenos fronterizos reclamados por el presidente mexicano.

  
Y así, los hinchas no quisieron ver lo peor: la grosería del técnico Javier Aguirre al no dar la cara a la prensa para explicar los funestos errores del juego y su falta de seguridad al afrontarlo.

 
Aguirre huyó del estadio (su imagen en la televisión corriendo para tomar el camión que lo llevaría al aeropuerto de Corea del Sur) bajo el absurdo pretexto de que tenía un llamado “urgente” de la directiva del Osasuna (equipo que lo había contratado por su gran trabajo en la primera ronda del torneo), en plena temporada mundialista, cuando las ligas principales de cada país están en receso.      

 
Sobre este triste antecedente, Antonio Lavolpe tomaría la selección. El “innovador del futbol mexicano”, “el estratega de lujo”, “el amante del juego ofensivo”, “el Rinus Michel de México”, asumía el mando bajo éstos y otros epítetos lanzados por la propaganda de la Federación.

 
Lavolpe había formado la increíble escuadra del Atlas en los noventa, además de ganar el campeonato de la liga con el Atlante a principios de esa década. No había duda de que el excampeón del mundo en Argentina 78 –título ganado por la selección local bajo la dirección de Menotti- era uno de los mejores técnicos en la historia de los torneos nacionales, por lo que su designación parecía el movimiento más acertado, el más natural.

 
Pero el bigotón de Buenos Aires llegaba sobre una nube de grandes esperanzas que más tarde que temprano reventarían. Los dueños del futbol usaron la buena fama del argentino y la alta expectativa que éste generaba en el público para montar una de las campañas de promoción jamás vista en el país.

 
Para comentaristas, anunciantes, piratas y merolicos, la selección mexicana al fin poseía al “gran timonel” que la llevaría la conquista de la anhelada Copa del Mundo.

 
Los seguidores mordimos la carnada no sin cierto placer. Creímos que la hora reservada por el destino estaba aquí, y la alucinación masiva llegó al nivel de creer que íbamos al Mundial de Alemania 2006 a recoger el trofeo que ya nos pertenecía desde el Mundial anterior, porque la derrota con Estados Unidos -la dolorosa e injusta derrota contra el rival a muerte- era solo un mal sueño del que ya habíamos despertado, para asumir con certeza una realidad promisoria de vítores y gloria. Una realidad insoslayable, un augurio infalible. 

 
El fanatismo en torno de la selección, inducido por el bombardeo incesante de futbol en la mañana, tarde y noche, aun antes de la era Lavolpe y hasta nuestros días, mostraba una de sus caras más irracionales. De un mundial a otro –del fracaso al éxito en sólo cuatro años- los ratones verdes se habían convertido en los tigres verdes que -de un zarpazo- acabarían con los dragones europeos y los pavorreales americanos. 

 
Pero tras una primera fase jugada en forma mediocre, de calificar en segundo lugar del grupo siendo cabeza de serie (gran error), y tras caer ante Argentina en octavos, en un juego donde simplemente los gauchos fueron mejores, los antiguos clichés volvieron a derrumbar la necia ilusión: “jugaron como nunca y perdieron como siempre”, “ya merito y los empatamos”, “jugamos al tú por tú”, “Lavolpe se vendió”, “pinches argentinos, valen madre”, etc., etc., etc.

 
Pero los verdaderos tigres, los que dicen defender el verde y solo protegen los colores de su empresa, no perdieron, ni siquiera el estilo: en la cumbre de las jugosas ganancias de aquella selección que iba a ser campeona del mundo (la más rentable de todas) algunos insaciables y altos funcionarios de la Federación fueron captados por la TV nacional y alemana cuando recibían dinero a cambio de ¡unos boletos de reventa!           

 
Los tigres enseñaban el cobre de lo que en realidad significó para ellos la oportunidad de ser campeones del mundial: el negocio perfecto: engrosar sus cuentas bancarias sin ejercer la inversión y el esfuerzo que hubiera requerido un intento genuino por ganar el soñado campeonato.

 
Porque haciendo a un lado las justificaciones, Lavolpe consiguió formar un equipo con una aceptable solidez técnica, pero nunca uno que llenara la gran expectativa de pelear con seriedad por un título del mundo. El buenoairense caía en la confusión estratégica situando jugadores en posiciones erradas y mezclando sistemas de juego sin ningún resultado, y sin poder definir así el estilo de un equipo que, si bien mantenía el orden en la cancha, carecía de un control pleno en los partidos y de una producción constante de goles.      

 
Aguirre regresaría a conducir al seleccionado en el Mundial de Sudáfrica 2010. Tras repetir el mismo resultado (no pasar de octavos), y tener una participación deslucida, el Vasco dejó el amargo recuerdo de haber dicho en un programa de España, a unos meses del torneo, que México estaba “jodido”, “atrapado” entre el décimo y quinceavo lugar, y que no iba a quedarse “aquí para nada".

   
Poco antes del mundial se difundieron los promocionales en que Aguirre parecía disculparse por la dura declaración al confirmar a todos su “gran amor por México”, usando gestos y frases de un nacionalismo chabacano. De este modo los directivos de la Federación sancionaban al técnico por abollar la coraza de optimismo con que suelen promocionar al equipo cada cuatro años.

 
La tensión creada por el Vasco con sus jefes siguió teniendo efecto hasta el último partido frente a Argentina.

 
El rumor de que el Bofo era alineado para jugar contra la albiceleste por instrucciones de Vergara, a quien urgía promocionar y vender al jugador, resultó ser la explicación más razonable del porqué el técnico incluía a un elemento por entero nulo en un partido de suma importancia.

 
Antes y durante el Mundial, el dueño de las Chivas fue siempre uno de los críticos más severos de Aguirre, de quien decía que no tenía la ambición necesaria para ser campeón del mundo.

 
Vista así la historia reciente de la selección mexicana -que no incluye el obscuro episodio del mundial en Argentina, las direcciones de El Ojitos Meza y Hugo Sánchez, ni la eliminación a manos de El Salvador que nos impidió asistir a España 82- la actual era del Chepo no parece más que el destino consecuente de una historia de procesos truncados y decisiones trágicas.

 
El resultado lógico de los criterios deportivos subyugados siempre a los intereses de la Federación, las televisoras, los representantes y los jugadores mismos.

 
Un juego donde los tigres -cada vez más astutos- siguen envejeciendo en la bonanza, mientras los ratones, correlones y sin tino, todavía salimos veloces tras la migaja de una esperanza vacía… sí, nosotros, los aficionados, los ratones verdes que no paramos de vitorear.