Por
Sergio Martínez
Tenía
11 años. Cursaba el quinto de primaria. Yo había escuchado por mi padre y otros
adultos de las glorias del futbol brasileño, de su juego mágico e imbatible.
Yo sabía
de Pelé, El Rey, coronado campeón del mundo en México 70 con el
pueblo volcado a su favor. Mas lo poco que recuerdo de Edson Arantes fueron sus
menguadas actuaciones en el Cosmos de Estados Unidos.
Más
que Rey, Pelé era un trofeo de las marcas norteamericanas, ese moreno de
sonrisa bella y humilde que hubiera podido ganar la simpatía de la gente sin
necesidad de ser un dotado del futbol.
Pero
decía, yo tenía 11 años. Yo sabía de la magia de Brasil, pero nunca la había
visto. Era 1982, semanas previas al Mundial de España. En mi mente, revestida por
la transparente imaginación de la niñez, veía las proezas de los brasileños
contadas por amigos adultos y conductores de TV en un campo de ilusiones “verdeamarela”.
Brasil
ya era mi favorito aun antes de comenzar el Mundial, aun antes de verlo jugar.
Los días no pasaban sin que esperara el inicio del campeonato, no para ver los
juegos de la Copa, sino para contemplar al legendario “Scratch du Oro”.
Llegó
la fecha de arranque. El primer partido, Argentina contra Bélgica, se
convertiría en la primera gran sorpresa del Mundial. Un equipo de gauchos
desganados, entre ellos el otro superdotado, Diego Armando Maradona, vieron
abollado 1 a 0 su campeonato de 1978 por unos Diablos Rojos muy duros y
defensivos.
Nadie
lo vio, pero un presagio ominoso cubrió a los equipos de Latinoamericana.
Ninguna selección del continente había podido ganar en un Mundial europeo a
excepción –por supuesto- de Brasil, en Suecia 1958, torneo en que debutó el
gran Rey.
Por
fin, el día esperado arribó. Brasil iba a la cancha con jugadores que posteriormente
serían las luminarias sin gloria en los anales del futbol brasileño. Zico, Sócrates,
Falcao, Cerezo, Serginho, Junior, Eder y Leandro eran los más destacados de ese
Brasil de 1982.
Los
cariocas enfrentaban a una selección rusa bien preparada que no acusaba miedo o
precauciones al jugar contra el entonces tricampeón mundial. El partido arrancó
con el despliegue ofensivo característico de los brasileños.
Sin
embargo, tras dos avances vertiginosos de Zico, uno que finalizó en el desvío
oportuno de Dazaev –portero que hacía recordar a Yashin, “La Araña Negra”, el
legendario portero de la URSS- y otro en que dio pase a Sergiño, cuyo disparo fue
también contenido por el guardameta ruso, los soviéticos sorprendieron con un
golazo de Bal, en el minuto 33. El disparo de media cancha pasó entre
las manos del portero Waldir Peres.
El
primer tiempo finalizó con un Brasil consternado, carente de los recursos que
pudieran permitirle pensar –siquiera- en empatar el partido. Y yo me hallaba en la decepción. ¿Era este el formidable Brasil del que tanto me habían
hablado? ¿Dónde estaba el juego hermoso y avasallante que lo había tornado en
un equipo inmortal? En el segundo tiempo mis preguntas serían respondidas de
forma más que elocuente.
Brasil
reiniciaba el juego con la clara convicción de sobreponerse del golpe ruso.
Sócrates, Falcao, Eder, Zico y Paulo Isidoro (jugador de cambio en el segundo
tiempo), completaban su denodado esfuerzo con un virtuosismo deslumbrante. En
el minuto 8, el Doctor Sócrates (auténtico doctor de profesión), se descolgó
imponente de media cancha (una torre era aquel talentosísimo jugador), eludió a
dos defensas rusos y soltó un cañonazo que dejó inmóvil al portero soviético.
Era el gol del empate. Los 60 mil aficionados en el estadio Sánchez Pizjuán resonaron
de júbilo.
La
fiesta carioca comenzó a desplegarse en cada tramo del césped, pero no sería
hasta el minuto 42, tras dos peligrosos intentos de Falcao y Zico, que vendría
el golazo del triunfo sobre el equipo europeo.
En
un ágil recorrido por la banda derecha, Paulo Isidoro envió el balón a Falcao,
quien hizo el clásico túnel brasileño para dejar el esférico a merced de Eder.
El mediocampista se dio el autopase con la pierna derecha y con el balón en el aire
metió un zurdazo que volvió a dejar a Dazaev con los brazos cruzados. Una
potencia de disparo pocas veces igualada en la historia de los mundiales.
Brasil
tenía el triunfo, pero seguía atacando a los soviéticos, en una clara fidelidad
a su vocación ofensiva que deleitaba a los aficionados y aturdía a los rivales,
pero que también sería –sin embargo- su talón de Aquiles. El
partido culminó ante la ovación de los espectadores para ambos equipos, pero sobretodo para Brasil, que había dado lección de juego mágico, muy cerca de la mítica selección de Gerson, Rivellino, Tostao, Carlos Alberto, Clodoaldo, Pelé y otros en el Mundial de México 70.
Luego
vendrían los juegos con Escocia y Nueva Zelanda, auténticos partidos de
exhibición para Brasil. Contra el primero, Eder volvería a lucir su talento.
Esta vez, en lugar de la potencia fulminante, el carioca demostraría la
habilidad para el toque, en un globo desde afuera del área que entraría por el
ángulo izquierdo del guardameta escocés.
Zico
metería su primer gol en un extraordinario tiro libre. El defensa Oscar
clavaría el tercero en un cabezazo imparable. Falcao haría el cuarto y último
gol del encuentro, con un disparo raso de gran calidad técnica. Escocia, que
iba ganando el juego, se quedaría solo con el gol tempranero de la primera
mitad.
Contra
Nueva Zelanda, los brasileños bailarían la samba a plenitud. Sería la gran
noche de Zico, quien anotó dos goles en dos minutos, además de dar un pase
extraordinario a Falcao para clavar el tercero. Serginho haría el cuarto. Los
“taquitos”, los quiebres alucinantes de cadera, los pases de ida y vuelta, y
las carreras desde el medio campo evadiendo a dos, tres, cuatro jugadores,
fueron la tónica de un Brasil que cerraba con broche de oro la primera vuelta.
“Brasil
juega un futbol de otro mundo”, decía la prensa española, maravillada por tener
en su país a una de las mejores versiones de la selección brasileña en toda su
historia, solo equiparable a la de México 70, la mítica selección de Gerson, Rivellino, Tostao, Jerzinho, Clodoaldo, Carlos Alberto y, por supuesto, Pelé. Brasil se convertía en el
favorito a vencer del campeonato de España. Para mí, no existía otro motivo que me mantuviera
al tanto del Mundial que ver el juego de la “verdemarela”.
El
futbol de los cariocas me provocaba una alegría inmensa. Había en la magia de
los brasileños una inocente necedad, un afán de jugar sin mayor recompensa que
el goce del cuerpo y el espíritu. Abiertos en su esquema de juego,
transparentes en su intención de jugar siempre a la ofensiva, Brasil poseía la
candidez del niño que se entrega a la diversión sin pensar en el futuro.
En
lugar de la tradicional ronda de eliminación directa, la segunda etapa del
torneo se dividió en 4 grupos de tres equipos cada uno. Era la primera vez que en
un mundial participaban 24 selecciones. Brasil era acompañado en su grupo por
Argentina e Italia. El mejor de los tres calificaría a la semifinal.
El
primer partido de los cariocas fue contra la albiceste, que venía de perder 2-1
contra Italia. Los brasileños tomaron el juego con tranquilidad, y
paulatinamente dominaron a una Argentina que ya venía mermada tras la derrota
con los europeos.
El
partido fue casi de trámite. Brasil ganó 3 a 1, gracias a las brillantes
actuaciones de Zico, Junior, Falcao y Eder. Pero lo más destacado no fue el desempeño
de la “verdeamarela” sino la tremenda patada de karateca que Maradona propinó
al brasileño Batista. El árbitro mexicano Mario Rubio no dudo en mostrar la
tarjeta roja al “Peluza”, que en ese Mundial sería recordado sólo por la infame
agresión. En España, Maradona no fue ni la sombra de aquel increíble
mediocampista que llevaría a su equipo a ganar la copa de 1986 en México.
En
el camino seguía Italia. Y, aunque la “Azzurra” había mejorado ante Argentina, tras
calificar de panzazo en una sufrida primera vuelta, no representaba gran
amenaza para un Brasil que se hallaba en la cúspide de su juego.
El
partido tuvo lugar en el Estadio de Sarriá, en Barcelona, en la tarde del 2 de
julio. Y el juego, que a críticos, aficionados y jugadores mismos de Brasil era
un peldaño más en el ascenso a la gloria, resultó un partido tenso, ríspido,
llevado al terreno del marcaje y la defensa.
Enzo
Bearzot, técnico de Italia, antítesis de Tele Santana, técnico de Brasil, era
un creyente fiel del “candado italiano”, el sistema de juego con que los “Azurri”
habían ganado las dos copas consecutivas en la década de los treinta, bajo el
gobierno de Mussolini.
El
futbol de Italia era el juego del cazador. Una escuadra que, amotinada en una
dura defensa, se hallaba siempre a la espera del contragolpe letal. El
cálculo y la astucia eran los principios de este sistema que ponía de lado la
belleza del juego para concentrarse en el triunfo a toda costa.
Italia
comenzó ganando el partido con un gol de cabeza del “Bambino” Paolo Rossi, a la
postre campeón de goleo. Brasil, contenido por un “marcaje de ladillas”,
encontró nuevamente en Zico la llave del gol. El astro carioca realizó un ágil
despliegue por la derecha y filtró un pase de precisión a Sócrates, quien introdujo
un balón raso por el costado que protegía el experimentado Dino Zoff.
Pero
a los 25, un error de la defensa brasileña entregó el esférico a los pies del goleador
italiano, quien, tocado ese día por los antiguos dioses de Roma, asestó el gol
de la ventaja con un derechazo afuera del área. El primer tiempo culminó
con un Brasil desesperado ante el bloque azul que a cada embate suyo destruía
el “Jogo Bonito”.
El
segundo tiempo continuaría bajo la misma tónica: Brasil insistente pero poco
efectivo; Italia, implacable en la marca, valiéndose de las faltas innecesarias
y los golpes bajos. Zico terminaría con la camiseta desgarrada por el defensa
Gentile, su implacable marcador.
Al
fin, en el minuto 23, Falcao, gracias a un amague típico de la habilidad
brasileira, logró burlar al defensa italiano que lo enfrentaba y lanzar un
bólido a la portería de Zoff, quien estiró los brazos al límite sin ningún
resultado.
Brasil
recuperaba la esperanza. El empate era suficiente para calificar a la semifinal
y enfrentar a Polonia. Falcao, muy cerca de las lágrimas, era abrazado por
banca, cuerpo técnico y jugadores. El futbol brasileño parecía volver a cubrirse
de laureles.
Y la
fiesta carioca reiniciaba su danza hipnótica. Ante una Italia desconcertada,
Brasil empezó a atacar con mayor vehemencia, y en dos ocasiones más estuvo
cerca de una nueva anotación. Pero el cazador reorganizó sus filas, y sin
volcarse al frente para buscar el gol, comenzó a aprovechar los espacios
dejados atrás por un Brasil que en su mayor virtud, la de jugar siempre
ofensivo, tendría su mayor debilidad.
En
un contragolpe (el arma predilecta de Bearzot), los italianos consiguieron un
tiro de esquina. La pelota, lanzada al centro del área, salió de una red de
piernas azules y amarillas y volvió a caer en los pies de Rossi, quien de
frente a la portería dio el golpe mortal.
Los
minutos transcurrieron sin que la “verdeamarela” pudiera abrir el “candado” que
los italianos reforzaron tras el gol que los ponía en la semifinal. El árbitro
silbó el término del partido. La derrota del “Scratch du Oro” se convirtió en
un hito en la historia de los mundiales. Un acontecimiento que cambiaría el
rumbo del futbol brasileño y mundial. Tras el triunfo, Italia vio fortalecido
su ánimo y consolidó su estilo de juego. La “Azzurra” se coronaría campeona del
mundo en España 82 al ganar en la final 3-1 a los alemanes.
En
tanto, yo me hallaba sumido en la tristeza y la incredulidad. A mis 11 años, no
podía creer que el futbol más hermoso y alegre que había visto (experimentado)
en mi corta vida fuera superado por un futbol que me parecía frío, parco,
oportunista. ¿Cómo era posible que la belleza sucumbiera ante la fealdad? ¿La
generosidad ante la mezquindad? ¿La inspiración ante el cálculo? ¿La inocencia
ante la astucia?
Por más de 12 años padecí la decepción. Lo mismo sintieron los
brasileños, quienes a partir de la derrota en España, empezaron a cuestionar la
viabilidad del futbol arte y a adoptar las estrategias defensivas. En 1994,
dolidos en su orgullo por lo ocurrido en el 82 y sucesivas copas, arribaron al Mundial de
Estados Unidos con un rosario de grandes pancartas que sin tapujos decían “Brasil
Campeón del Mundo”.
Los
cariocas ganarían ese torneo con un sistema muy parecido al que los italianos
aplicaron en su contra en aquel juego fatal en Barcelona. Y la final no pudo
ser más cabalística, al volver a enfrentar a Italia, equipo que mantenía la propuesta del “candado”. El partido fue soporífero y Brasil
ganó en penaltis, y, aunque el triunfo remediaba un poco mi frustración, yo, fiel a la memoria del Brasil de 1982, seguí deseando
que el futbol arte, el futbol mágico, el futbol niño, volviera a ganar una copa
del Mundo.
Y, hasta la fecha, sigo
esperando.