Por Sergio Martínez Espitia
Los dos infartos sufridos por Manuel López Obrador
no pudieron simbolizar de mejor manera la agonía de la izquierda predominante
en México.
Por un lado, la cúpula del PRD, que en un acto de
abierta hipocresía se declaró en contra de la reforma energética mientras una
facción de sus senadores era pieza clave en la táctica de Beltrones para
modificar los artículos constitucionales.
Por otra parte, la izquierda encabezada por el
tabasqueño, que, al margen de representar el último reducto del nacionalismo y
la defensa de los intereses populares, ha pecado de retrógada en el diseño de
las estrategias que supuestamente la llevarían al poder.
Los
bemoles del obradorismo
Obrador es parte de una vieja clase política cegada
por una especie de ideología supersticiosa que sostuvo siempre la extraña
creencia en un “poder popular” que le abriría de par en par la puerta de Los
Pinos.
Proveniente del PRI, esta izquierda trasnochada heredó
la idea demagógica de que el “pueblo”, imbuido de una inexplicable “fuerza
sobrenatural”, “lo podía todo”, incluso, derrotar a los mismos grupos económicos
y políticos (ellos sí, con verdadero poder) que lo han reducido a una simple
mercancía electoral.
Este dogma se expresó con mayor claridad en los comicios
presidenciales de 2006. Ante el embate de la campaña de desprestigio, Obrador
insistía en que el “pueblo no se dejaría engañar”, que el “pueblo sabía quién
era quien”, por lo que decidió no responder a las calumnias fabricadas por
Vicente Fox y sus colaboradores.
Pero la ausencia de una contracampaña informativa
propició que una parte sustancial del electorado diera por ciertas las
acusaciones y decidiera votar por la continuidad de la presidencia panista.
La poca importancia que Obrador dio a la influencia
de los medios en la orientación del voto reflejó otra cara de la izquierda: la
ignorancia en torno del poder de la información mediática sobre la conciencia y
la conducta, en un mundo interconectado y multicultural, donde los medios tienen
un papel decisivo en la relación de los gobiernos con sus ciudadanos.
El tabasqueño se hallaba atrapado en la ilusión de
ser ya presidente por designio popular. Su rostro desencajado en la conferencia
que ofreció después de que el IFE diera los resultados expresaba la turbación
de quien sale de una fantasía para volver abruptamente a la realidad.
Sus seguidores y él mismo acusaron -con pocas pruebas-
que la presidencia había sido robada en descampado. Cierto que las elecciones
fueron desaseadas (como la mayoría de las elecciones presidenciales en la
historia del país), sin embargo, aquí, como en el resto de las actividades
humanas, el sentido común se impone: si el adversario es mayor en fuerza resulta
ingenuo permitirle crecer aún más a costa de las propias debilidades.
Porque precisamente esto hicieron Televisa y Vicente
Fox. Los publicistas contratados por el presidente parecían seguir a pie
juntillas los principios de la propaganda de Adolfo Hitler, consistentes en
maximizar los defectos de carácter presentados por el adversario.
Los sopts televisivos en contra del candidato
perredista destacaban de éste su actitud rijosa hacia sus competidores, de tal
modo que la polarización del electorado, que Obrador había propiciado en su
beneficio, comenzó a revertirse en su contra.
Es claro que el equipo de Obrador nunca advirtió
esta maniobra, carentes de la preparación necesaria para descubrir las tácticas
de esta propaganda beligerante. Luego vendría la caricatura del presidente
legítimo, que, para las huestes amarillas, sirvió de consuelo ante la derrota,
mientras que el resto de la población permaneció atónita frente al hecho.
Además de constituir un acto fuera de proporción,
sin ninguna eficacia política, la charada de la presidencia legítima expresó el
acendrado culto a la personalidad que prevalece en la izquierda, otro vicio
heredado del PRI.
Si algo ha distinguido al tabasqueño es la
focalización de su proyecto social en su persona. Pareciera que todo el
programa político de la izquierda desaparecería con tan solo excluir del mismo
a López Obrador. Una clara muestra de ello fue el menguado poder de
convocatoria que exhibió Morena en las protestas contra la reforma energética
tras la ausencia de su líder que aún se hallaba convaleciente.
No en balde sus detractores lo han calificado de
mesiánico. Una perniciosa costumbre que ha causado el rechazo del electorado
más escéptico o del que posee una visión moderna de la política.
Y este culto a la personalidad exhibe su concomitante
más arcaico: el fanatismo. Las expresiones de apoyo incondicional al
tabasqueño, acompañadas no pocas veces de una actitud irascible, o de una
negación constante hacia la autocrítica, se asemejan a las posturas de quienes
hace 20 o 30 años desechaban -cual si se tratara de pequeñeces- las atrocidades
de las purgas soviéticas o de las persecuciones maoístas que se hacían en
nombre de un comunismo “redentor”. (Una observación que Albert Camus hizo en la
década de los sesenta, no sin ser vilipendiado por la izquierda de la Europa
Occidental).
Fanatismo y culto a la personalidad, vicios
comprados al PRI y al viejo socialismo de la guerra fría, han cancelado la
discusión interna en una izquierda que se ufana de impulsar la participación de
los ciudadanos y la libertad de expresión. Cuán necesaria era la autocrítica
del PRD en 2006 con el objeto de replantear la estrategia de comunicación en
vista de la campaña sucia desatada desde la oficina presidencial, en lugar de
cruzarse de brazos y confiar ciegamente en el aura mística de su
candidato.
Posiblemente, los obradoristas refutarán que no
importaban cuántas correcciones hicieran en la campaña por el hecho de que los
poderes fácticos habían decidido no permitir –bajo cualquier medio- el ascenso
del Sol Azteca al poder central, sin embargo, en las elecciones de 2012, el
mismo Obrador demostró tener una mediana conciencia de sus errores de 6 años
atrás.
En los últimos comicios presidenciales resultó
evidente que el tabasqueño adoptó un discurso mucho más conciliador con los
grupos de poder y una imagen personal suavizada por cierto decoro observado con
frecuencia en los candidatos del PAN y el PRI.
Asimismo, la emergencia del “YoSoy132” durante aquellas
elecciones vino a confirmar el atraso del perredismo en el empleo de las nuevas
tecnologías de la información.
Los jóvenes estudiantes, la llamada “generación de
la Internet”, agrupados en dicho movimiento, lograron casi emparejar al tabasqueño
con el puntero de la competencia, Enrique Peña Nieto, empleando de ariete a las
redes sociales, cuando el equipo de Obrador, formado en la prensa tradicional, ni
siquiera se había planteado el uso de este medio como un potenciador clave de
la campaña.
Por otra parte, la cerrazón obradorista ha impedido
al PRD plantear una política de alianzas con otras fuerzas sociales y
económicas que pudieran robustecer a su candidato y debilitar el embate de los
poderes fácticos. Sin embargo, el solo hecho de mencionar esta posibilidad
despierta la indignación de quienes asumen la causa del tabasqueño como si su
“pureza de espíritu” quedara manchada por el pecado de incluir a quienes piensan
diferente.
Y ahora, qué tal, la cúpula del PRD, la misma que en
numerosas ocasiones ha marchado en las calles con Obrador, respaldó en la
sombra a los “pecadores más grandes de la historia”, a quienes han dado la
vuelta de tuerca definitiva en favor de las trasnacionales petroleras y los
intereses del sistema financiero mundial.
Es conocido el rumor de que Carlos Slim (gran poder fáctico
contra el cual solo puede competir el grupo Televisa) apoya al tabasqueño, pero
en la práctica, este respaldo no se ha manifestado ni en la economía de las
campañas ni en las ideas políticas del obradorismo. Resulta sencillo imaginar
qué diferente hubiese sido el destino de Obrador si contara realmente con el
impulso de semejante multimillonario.
Los obradoristas dirán que hacer una campaña bajo
los axiomas de la publicidad, o tener una alianza con los poderes reales del
país, conduciría a un pragmatismo inaceptable. Pero, ¿acaso el sistema
electoral no es en parte una forma del pragmatismo orientado principalmente a
obtener el poder?
Esta izquierda (la partidista, la institucional)
tomó la decisión histórica de llegar a la presidencia a través de las elecciones
y abandonó con ello otras vías, como la lucha armada, sin entender el uso de
las herramientas teóricas y materiales de la comunicación moderna y la
necesidad de asumir una visión política que incluyese a las clases sociales no
integradas en las ideologías socialistas.
Los partidos de esta tendencia en Sudamérica y
Europa sí comprendieron el imperativo de modificar principios y estrategias, y
ahí están, gobernando por periodos sucesivos y con resultados alentadores.
Epitafio
para una izquierda autoderrotada
Ahora, en medio de un país con instituciones
políticas y sociales sumidas en la corrupción y en la complicidad con el crimen
organizado, la izquierda se encuentra con que la peor de sus pesadillas, la
privatización de los recursos energéticos, es un hecho consumado.
Y cual si fuera un sueño tardío, la anhelada
coincidencia de metas entre Cuauhtémoc Cárdenas, López Obrador y la presidencia
del PRD, se realiza con el objetivo de llamar a una consulta ciudadana que eche
atrás la reforma del petróleo y la electricidad.
Pero el nuevo plan de la izquierda “unida”, que con
esto pretende ser heroica, vuelve –otra vez- a ser necia y oportunista: de
acuerdo con la reciente ley sobre la consulta popular, ésta no procede en los asuntos
de materia constitucional (la reforma energética cabe en este orden) y tampoco
es revocatoria, por tanto, la iniciativa de Obrador y compañía parece más un deseo
por avivar la inconformidad ante la reforma con miras a las elecciones de 2018
que una acción concreta con resultados futuros a nivel legislativo.
Por ello, la iniciativa de la consulta podría
atorarse en la Suprema Corte, organismo que debe aprobar el desarrollo de este
tipo de eventos; incluso, si la consulta se llevara a cabo, se requeriría del
40% de los votos contra la privatización de la energía para poder pensar no en
una revocación sino en una nueva legislación sobre el tema, aunque restaría el
obstáculo de que la consulta popular no es posible cuando se trata de una ley
que debe votarse en las legislaturas estatales, como es el caso en cuestión,
según la reciente ley sobre el particular.
Y quizá ni siquiera el 40% de los votos puedan
obtenerse, debido a la propaganda que seguramente en contra de la consulta
llevarán a cabo los grandes medios de comunicación, o, sobre todo, por el
sentimiento de derrota que embarga a la mayoría de la población que ya no ve
ninguna salida a la situación del país y que cree, no sin razón, en la
inutilidad de cualquier acción partidista que pretenda cambiar este orden de cosas.
Este escenario hipotético (la insuficiencia de
votos contra la reforma), sería un resultado imposible de aceptar para Obrador,
quien, condicionado por el sabor amargo de los fracasos, y viéndose nuevamente
confrontado con los poderes mediáticos y el Instituto Nacional de Elecciones (el nuevo organismo que
organizaría la consulta), no dudaría ni por un momento en volver a gritar ante
un Zócalo repleto: “¡fraude, fraude, fraude!”.
En sus consecuentes derrotas, Obrador, equipo y
seguidores, se asemejan al técnico, jugadores y aficionados de la selección
mexicana, quienes, en su afán desmedido por ser campeones del mundo, olvidaron
siempre hacer la preparación adecuada y terminaron vencidos, azorados, bajo la
absurda creencia de ser campeones sin corona, o, en el caso de los primeros,
presidentes “legítimos” sin ningún país que gobernar.
La foto, y todas las líneas son una contradicción, pero tienes razón, Es Tú Opinión.
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