miércoles, 23 de abril de 2014

Denuncian falta de medicamentos, deficiencia en la atención y hasta robos en el Seguro Social de Celaya


Por Sergio Martínez Espitia

Debido al interés que despertó la crónica sobre el caso de Mauro Acosta Hernández, paciente del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), quien en enero pasado murió en las instalaciones del Hospital General no. 4 de Celaya, tras dos operaciones fallidas, y cuyos familiares se hallan en camino de interponer una denuncia por negligencia en contra de la institución, en OpiniónalPunto nos dimos a la tarea de recabar más casos y testimonios sobre el servicio del Seguro en esta ciudad.    

A continuación se presenta una serie de entrevistas cortas con derechohabientes del IMSS que amablemente ofrecieron su testimonio. Personas que por razones particulares no quisieron dar sus nombres ni detallar algunas circunstancias de sus casos.

Al final se ofrece una entrevista con Gaspar Ramírez Vargas, secretario general del sindicato de la Confederación de Trabajadores Mexicanos (CTM) en la fábrica Gamesa, asignado a la labor de recabar y presentar las quejas de los trabajadores sobre el servicio del Seguro.  

“Los médicos deben ser más comprensivos”

A la entrada del Hospital General del IMSS, ubicado en Mutualismo y Río Lerma, a una cuadra del Bulevard Adolfo López Mateos Pte., en Celaya, lo primero que destaca es la fila constante de personas que esperan turno para solicitar en las ventanillas de la farmacia el medicamento requerido.

Cuando dichas ventanillas cierran por falta de personal o medicinas, los derechohabientes esperan sentados en una escalera de amplios peldaños bajo el alero del edificio cuya amplia sombra apenas suaviza el calor del mediodía.

Entre la gente observo a una persona de una edad entre los 25 y 28 años. Me aproximo para hacer la primera incursión, creyendo que entre más joven sea el entrevistado, más accesible se portará ante los medios.

Me presento, declaro mis intenciones. Pregunto al joven si viene a consulta o si está aquí por algún familiar internado. Le informo que puede omitir su nombre, si así lo desea. Pero él, que sigue atento a la puerta de la farmacia, solo lanza una mirada furtiva al móvil con que estoy grabando.

A punto de desistir oigo a mi derecha la voz de una mujer madura: “yo soy la enferma”, me dice en un tono que parece disculpar el silencio del joven.

De cuerpo menudo, con una estatura aproximada de 1 metro 60, actitud discreta, la señora no parecía tener el carácter extrovertido que yo buscaba entre los candidatos a una entrevista. “Él es mi hijo”, aclara.          

Repito el objetivo de mi presencia. La mujer accede a la entrevista. Originaria de San Miguel de Allende, asiste al Seguro de Celaya enviada por su doctora de consulta en aquélla ciudad. Está aquí para insistir en que reestablezcan su incapacidad de medio año que le fue dispensada por una lesión en la columna sufrida en el desempeño de su trabajo.  

De 64 años, la mujer lleva 13 trabajando como intendente en un colegio de monjas en San Miguel. Ahí, hace 3, se lastimó la espalda al cargar unas cubetas con agua. “Ya no me pude enderezar, hasta que… yo solita, poco a poco. Las religiosas solo me dijeron, ‘ponte una pomadita”.

Debido a la lesión la mujer fue internada 15 días en el Hospital de Celaya, de donde salió restablecida, pudiendo trabajar dos años más, hasta que volvió a sentir la molestia, hace relativamente un año, cuando recibió la incapacidad.   

Hace 6 meses los doctores la dieron de alta bajo el simple argumento de que “ya estaba bien”, aunque ella seguía reportando el dolor cada vez que intenta realizar sus labores. “¿Qué quieren, que venga en silla de ruedas para que me den la incapacidad?”.

La mujer cuenta que hace una semana la citaron a una junta especial con los médicos para informarle que –definitivamente- no le otorgarían la incapacidad. Sobre los dolores que aún padecía, solo dijeron que “tengo desviada la columna, pero que no me preocupe, que no es de peligro”.

La otra opción para evitar la consecuencias del trabajo es la jubilación, pero aquí halla el obstáculo de no tener la mitad de la cotización de mil 500 que le falta para cubrir la totalidad de los puntos, cosa que lograría al trabajar 10 años más. “¿Usted cree que voy a aguantar la espalda?”.

La doctora de consulta en San Miguel está en desacuerdo con la decisión, pero nada puede hacer, aunque ha tratado de ayudar a la paciente en la entrega de la pensión. La trabajadora dice que ha recibido distintas asesorías y visto a muchas personas para resolver su problema y que nadie le ha dado una respuesta concreta. “Ya perdí la esperanza”, dice, mientras vuelve a mirar la ventanilla de la farmacia.

Con el trabajo los pies se entumen –explica-, el dolor en la espalda se incrementa y actividades como cargar objetos o subir las escaleras son casi imposibles de realizar. “Los doctores deben ser más comprensivos. Todos llegamos a cierta edad en que necesitamos más ayuda. Aunque sean médicos, a ellos algún día les va a pasar”, sentencia.

“Tenemos derecho al medicamento”

De estatura mediana, tez morena, alrededor de 35 años, una mujer espera en la fila de los medicamentos. Ante la pregunta sobre el servicio del IMSS, afirma que ella no tiene ninguna queja sobre los doctores, solo respecto a las medicinas. 

“Mi hija lleva 4 años con alergia a la tierra, a los árboles, al pasto, y 13 con un problema de riñones, por ella vengo a la farmacia”. La menor necesita paracetamol y mometasona, medicamentos que con dificultad se encuentran en el Seguro. La madre calcula que en un año, durante los primeros 6 meses, estas medicinas se hallan en existencia, mientras que en los 6 restantes no. 

-¿Qué le dicen cuando no tienen el medicamento?

“Que lo compre, que es barato, pero yo les digo que no tengo porque comprarlo; como usuarios tenemos derecho al medicamento, al cuadro básico”.

Sin embargo, en algunos casos la mujer se ha visto obligada a comprar las medicinas. Para ello, consigue del personal de la ventanilla la autorización para adquirir el medicamento y cuando regresa con éste y su nota correspondiente le devuelven el dinero gastado.

Pero cuando “me pongo ruda hago que lo compren, yo no puedo quedarme sin medicamento”, dice, aunque aclara que ruda no significa que sea prepotente o grosera con el personal. El paracetamol y la mometasona  alcanzan un costo de 500 pesos cada uno en las farmacias privadas.

Ella misma, debido a una gastritis, necesita consumir omeprazol, medicina que en raras ocasiones encuentra en el Seguro, por lo que necesita realizar el procedimiento de compra y reembolso.

Le pregunto si en el IMSS existe alguna instancia donde pueda quejarse por la falta de medicinas. “Es inútil, una se puede quejar con los doctores, con la gente de la farmacia, pero nunca hacen nada”, contesta.

En cuanto a los médicos que han atendido a su hija, la mujer asegura no tener ninguna queja y siempre haber recibido una muy buena atención en el hospital, aunque explica que es necesario aprender a “llegar” con los doctores. “Hay gente que llega grosera, y si llegas grosera, pues no, no responden”.

“Nos metimos a la fuerza”

“Llegué a Urgencias el lunes a la 1 y media de la tarde con mi marido que tenía un bola aquí, en el abdomen”, comienza a decir una mujer sentada bajo la carpa que ha sido colocada a un lado de la farmacia para quienes necesiten cubrirse del sol.

Se trata de una mujer de unos 60 años que constantemente mira la puerta del hospital. Su angustia es visible. Me cuenta que su marido ingresó al área de Urgencias con un dolor muy fuerte que le impedía casi cualquier movimiento. Sin embargo, el personal de dicha área consideró que el señor no estaba grave, por lo que éste no fue atendido de manera inmediata.   

“Nos metimos a la fuerza”, afirma la mujer. Relata que, gracias al apoyo del guardia, quien comprendió su situación, pudieron entrar y ser recibidos por uno de los doctores. El médico, al ver el estado tan delicado del esposo, decidió atenderlo y dejar en espera a las personas de la lista. “Me voy echar encima a la gente –dijo-, pero esto sí es de urgencia”.

El enfermo, de 58 años, trabajador de plataforma en Pemex, fue asignado al área de internos del hospital, pero no fue hasta las 12 de la noche de ese día que consiguió ser internado formalmente. En ese momento ya le habían realizado una radiografía y un ultrasonido para determinar las causas de la molestia, pero sin muchos resultados.     

“No le habían dado nada para el dolor, ni un pinche mejoral”, dice la mujer. “Hace dos años –continúa- cuando lo operaron aquí mismo, los doctores no sabían ni de qué lo iban a operar. Uno decía que de la próstata, otro que del riñón, uno más que del apéndice. Hasta que mi marido llegó al quirófano supieron decir que era una apendicitis”.

La inflamación que afecta a su esposo se halla justamente a un lado de la cicatriz dejada por la operación. “¿Usted cree que es justo?”

Ese mismo lunes, el doctor que lo atendió había solicitado una tomografía pero el aparato no funcionaba. La mujer insistió a los encargados del área que lo repararan, sin conseguir su ayuda, hasta que consultó a la trabajadora social, quien le recomendó hablar con la “doctora Sosa”, aparentemente, una de las jefas de Administración.   

La mujer suplicó ayuda a dicha jefa, y ésta giró las órdenes correspondientes para que el aparato fuera restablecido de inmediato. El hombre por fin obtuvo su tomografía, y, de acuerdo con el doctor que la examinó, la molestia se debía a la existencia de una hernia. 

La señora cuenta que su marido ha pensado en asistir a un hospital particular, pero que lo detiene el riesgo de perder su pensión, la cual podrá recibir en solo un año.

“La verdad es que hay un mal servicio”, dice la señora, quien –sin embargo- reconoce el esfuerzo de la doctora y de la mujer del servicio social. Ésta, al recibir el agradecimiento de la esposa, respondió con justa certeza: “usted no tiene porque dar las gracias, nosotros estamos para ayudarle”. Hoy miércoles, la mujer, nerviosa, espera la nueva instrucción de los doctores.

“Seguridad debería revisar a trabajadores y médicos”

Entro al área de Urgencias. El lugar es mucho más pequeño que el área principal de acceso al hospital. Mientras la mayoría de la gente se halla sentada en el interior, algunos esperan en las escaleras de la salida. En las sillas de la hilera de la izquierda hay un hombre de alrededor de 40 años, de cuerpo enjuto.      

Me siento a su lado. Dejo claras mis intenciones. Me dice que él no viene por una urgencia sino porque del hospital lo enviaron aquí para que le revisaran una muela.

El hombre padece insuficiencia renal desde hace 13 años. Requiere la diálisis de forma constante. Hace 12, recibió el implante del riñón de un hermano, pero el órgano ya es insuficiente, por lo que el hombre fue incluido en el protocolo de espera del Hospital de Querétaro para recibir un nuevo riñón. Necesitan, entonces, comprobar si la muela tiene o no alguna infección que al llegar a la sangre pueda dificultar la inclusión del nuevo órgano.

Se queja porque fue enviado a la larga fila de Urgencias en lugar de ser canalizado directamente al dentista, pero evita hacer algún comentario sobre el servicio del IMSS, reiterando que él siempre ha sido bien atendido.

Al no lograr que responda a mis preguntas, comienzo a mezclar en la plática cuestiones personales, pero el hombre también otorga poca importancia a mis asuntos. Sigue en silencio. Yo también callo. Empiezo a mirar en el entorno en busca de otros posibles entrevistados. De pronto, el hombre reinicia la conversación con un aire de gravedad. 

-Se quejan y no son muy estrictos en la vigilancia

-¿De qué se quejan, quiénes?

-Se quejan, pero la seguridad privada no los revisa

-¿Por lo que sacan del hospital?

-Sí. Deberían revisar a todos, así sean trabajadores, directivos, médicos. El producto que sacan los mismos doctores.

-¿Con el que luego afuera hacen su negocio?

-Así es

El hombre calla. Se arremolina en el asiento. Pareciera tomar conciencia de la acusación que ha lanzado. Continúa, pero desde el principio.  “Lo que no me gusta de Urgencias es que los doctores tardan mucho en atender a un paciente y cuando terminan con un uno, se hacen tontos, no llaman rápido al otro”.

-¿Ya te ha tocado venir a Urgencias?

-Sí. Los achichincles, esos que están en práctica…

-¿Los residentes?

-Sí. Esos dicen cualquier cosa y hacen todo. El doctor se va y no los supervisan.

Vuelve a guardar silencio. Hago otras preguntas. Solo asiente o mira al suelo. Regreso a mezclar el asunto con temas personales. El hombre se hunde en sus propias ideas.

Comienzo a buscar otras opciones de entrevista en el grupo de personas que acaba de ingresar al área. “Este riñón ya no da para más, ya necesito otro”. Me percato de que la gente en la entrada se dispersa. Me levanto para intentar abordar a alguien más.

“En Nuevo Laredo hay doctores mejor preparados”

En la escalera, un hombre de estatura baja, moreno, habla con premura a una mujer que tiene la mano derecha vendada. Me acerco. Digo que soy de la prensa, explico mis motivos. El hombre me mira con recelo, pero acepta la entrevista.

-¿Usted viene por algún servicio?

-No, nada más vine con la compañera que se lastimó la mano

-¿Ha venido antes por su cuenta?

-Aquí no, en Nuevo Laredo, yo vengo de allá

-¿Cómo ve el servicio?

-Pues allá está mejor. Hay más doctores, mejor preparados, más humanos.

-¿Sí?

-Sí. Allá llegas de un choque y los doctores luego luego te atienden. Son doctores de “schock”.

-¿Será porque es frontera con Estados Unidos?

-Yo creo que sí. Allá, si no atienden a un trabajador los friegan. Las empresas para eso pagan.

-¿Las maquiladoras?

-Sí

-¿Por el seguro que pagan?

-Sí

Agrega que Nuevo Laredo es como del tamaño de Celaya, pero que allá hay dos Seguros, que en los hospitales “hay de todo”, y que cuando en la ciudad existe una emergencia los equipos de rescate de las empresas norteamericanas participan en las labores.

“Aquí (se refiere a Urgencias) las personas con dolor esperan acostadas en el piso. De la gente que viene quebrada dicen que es normal, y hasta tardan una hora en atenderla”.

Se estaciona un taxi. Abren la puerta. “Bueno, amigo, ya me voy”. El hombre ayuda a su compañera a entrar al vehículo. “También la prepotencia de los empleados”, dice, al estar dentro del auto. “Nos vemos”.   

“Necesitamos un seguro social más grande”

En la esquina de la plataforma se halla un hombre de apariencia sencilla, moreno, delgado. Me aproximo. No lo sorprende el hecho de que yo sea periodista, más aún, parece querer aprovechar el momento.

“Ah, qué bien. Mire, yo soy secretario general del sindicato de Gamesa”, afirma. Me muestra la credencial que guarda en el bolsillo de su camisa. “Yo soy el encargado de apoyar a los trabajadores en el Seguro”, aclara.

Se trata de Gaspar Ramírez Vargas, secretario de la representación sindical de la Confederación de Trabajadores de México (CTM) en Gamesa, una de las fábricas más conocidas de la ciudad. Cuenta con 6 años en las filas del sindicato y trabaja en la empresa como embalador de la mercancía que sale de producción al área de venta. Hace un mes fue asignado a la asesoría de los trabajadores en lo relativo al servicio del IMSS.       

Explica que él recibe las quejas de los derechohabientes que laboran en Gamesa y de otras cuatro empresas para turnarlas al área jurídica del Seguro, donde revisan los casos y hablan sobre el asunto con los doctores responsables. Hasta el momento, dice, todas las quejas presentadas han derivado en una mejor atención al trabajador.

Entre las quejas más comunes se hallan la resistencia del personal a otorgar la debida atención, sobre todo a los usuarios que vienen de los ranchos aledaños a Celaya; las citas fechadas mucho tiempo después de que los derechohabientes las solicitan, presentándose lapsos de dilación de hasta 6 u 8 meses; y el ocultamiento o la falta de claridad de los diagnósticos. Los trabajadores presentan de 7 a 9 quejas por mes.

A diferencia del resto de los entrevistados, el secretario sabe que habla con la prensa. Permanece erguido mientras habla, levanta el puño cada vez que menciona la ayuda del sindicato, y aprovecha las pausas de su declaración para reconocer el trabajo de su jefe, el presidente del organismo. En una modulación deliberada de la voz, recalca: “la función del Seguro Social es informar bien a la gente sobre lo que tiene”.

Cuenta el caso de una trabajadora que por hallarse distraída mientras hablaba por el celular, metió la mano en un rodillo de la cadena de producción. El accidente causó la fractura de la muñeca derecha de la mujer. “Hace rato me habló –explica Ramírez-. Ya la operaron, pero quedó mal, el hueso quedó desviado, pero ya tiene cita en el quirófano el lunes a las 8 de la mañana”.  

El secretario agrega que Gamesa ha calculado en medio millón de pesos las pérdidas generadas cuando la producción se detiene a causa de un accidente, como sucedió con la trabajadora. Por ello, los directivos han comenzado a revisar las condiciones que crean este tipo de percances, checan las videograbaciones de la fábrica y llaman a reuniones con las áreas involucradas para definir las acciones que puedan reforzar la seguridad.   

Denuncia que desde hace uno o dos meses los trabajadores han reportado un incremento no previsto de las cuotas del salario al Seguro Social. “Estaban aportando de 56 a 60 pesos, pero en el recibo del salario más reciente viene una cuota de 99 pesos.

"Esto lo vamos a denunciar el 1 de mayo. Porque si van a aumentar las cuotas, necesitamos que den un mejor servicio. Necesitamos ya, otro Seguro Social en Celaya”, remata, en señal de que él ha terminado.

-Ya me tengo que ir

-Dame tu teléfono

El hombre duda por un instante.

-Es para que los trabajadores te hablen si se les ofrece

-4614213699

-Gracias

El entrevistado se retira. Yo, dando media vuelta, me dirijo a la salida del hospital.

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