Por
Sergio Martínez Espitia
En
un artículo anterior nombrado “El fantasma de Argentina 78 se cierne sobre el
Tri del Piojo”, apunté el gran riesgo que existía de que la selección de Miguel
Herrera repitiera algo semejante al “papelazo” de aquel Mundial cuando el
equipo mexicano perdió los tres partidos de la primera vuelta -uno de ellos con
goleada de 6-0 por parte de Alemania-, fracaso que resultó en la primera gran
decepción de la consentida escuadra nacional.
En
el texto critiqué la postura del Piojo cuando el técnico aseguró que iba por el
séptimo partido aún sin jugar el primero, promesa que han hecho la mayoría de sus
antecesores, aunque de diferente modo: unos con insinuaciones premeditadas de
que iban por la Copa, otros asegurando que dejarían “marca” en el futbol
mexicano, además de los infaltables periodistas de bombo y platillo, que solo sirven
a sobrevalorar a la selección mexicana, así haga ésta un partido mediano o uno de
pésima calidad.
El
fracaso en el Mundial de Argentina fue uno de los más escandalosos en la
historia de nuestro país, no solo por la forma en que el equipo perdió los juegos
ante Túnez, Polonia y los teutones, sino por las grandes expectativas que el
equipo había generado, alimentadas con diligencia por medios, jugadores y
técnicos, tras obtener un subcampeonato en el Mundial Juvenil de 1977.
Mejor
hubiera sido que el seleccionado del Piojo repitiese algo semejante, sin
calificar a octavos, o, mejor aún, que la escuadra ni siquiera hubiese
calificado al Mundial, para haber evitado así a la sociedad mexicana la pena de
presenciar una de las derrotas más tristes y vergonzosas de la selección en su
ya de por sí atribulada historia de fracasos.
Aquellos
goles de Estados Unidos contra Panamá en los juegos clasificatorios, que
permitieron a la selección avanzar al repechaje contra Nueva Zelanda, y que en
su momento fueron largamente agradecidos por el periodista televisivo de
deportes Christian Martinolli -durante la narración del partido de México- con
un atronador “God blass you America”, ahora parecen una burla macabra: el
equipo que eliminó a México en los octavos del Mundial de 2002 nos “hizo el
favor” de allanar el camino al Mundial que 8 meses después representaría una de
las actuaciones más dolorosas del futbol mexicano.
29 de junio: “día de luto nacional”
Después
de la derrota ante Holanda la vida cotidiana parecía seguir su curso. Una caída
más en los octavos de un Mundial no representaba nada nuevo para una afición
acostumbrada a ver el mismo resultado desde hace 20 años.
Entre
amigos y familiares no faltarían las bromas sobre la expresión del Piojo al perder
el partido, que contrastaba cómicamente con las desaforadas muestras de júbilo
cuando la selección anotaba un gol; no faltarían tampoco las ofensas al equipo rival
con el clásico “chinguen a su madre”; no estarían ausentes las
racionalizaciones sobre la derrota, que por absurdas que a veces parecen, por
lo menos sirven a arreglar el desajuste entre el deseo inexplicable de ser
campeones del mundo y la realidad de un equipo que no está ni para arribar al
quinto partido (detrás de la derrota con Estados Unidos en 2002 muchas personas
creyeron ver un arreglo de Vicente Fox con la FMF y Javier Aguirre para no
perturbar al gobierno norteamericano, con quien el presidente mantenía una
aparente disputa por unos terrenos fronterizos); todas éstas, salidas ingeniosas
de un pueblo habituado a ver los fracasos de la vida como parte inherente de la
normalidad.
Pero
no. Esta vez la risa ante la tragedia fue suplantada por un silencio sepulcral.
Las calles vacías, los restaurantes cual museos de cubiertos y platos, el ruido
esporádico de los automóviles, voces perdidas en una esquina, la poca actividad
en las redes sociales, donde fugazmente circulaba algún post sobre el “clavado”
de Robben que muy pocos replicaban, fueron las imágenes de aquel 29 de junio, día
triste y desolador para más de 100 millones de mexicanos.
La misma historia
¿Cómo
explicar la irrupción de este sentimiento fúnebre en un pueblo que reserva las
exequias colectivas a ciertas ocasiones sagradas? ¿Cómo explicar que una
sociedad caracterizada por levantarse y seguir su camino tras las malas jugadas
de la suerte haya permanecido inmovilizada en sus sillones sin siquiera
atreverse a asomar el rostro por la ventana?
Solo
una desgracia de proporciones históricas, la constatación de una terrible
verdad, una caída desde alturas inmensas, pueden explicar semejante estado de
postración ante el resultado de un partido.
Los
mexicanos (o la mayoría de ellos) estaban listos para ver el paso de una
historia signada por la decepción a una en que finalmente las puertas del
júbilo se abrirían. Ganarle a la selección de Holanda significaba encontrarse en
cuartos de final con Costa Rica -equipo al que la selección tenía grandes
posibilidades de vencer por el peso de la tradición, cosa dicha sin
menospreciar a los ticos, que en eso de hacer historia ya nos pegaron un baile-,
o con Grecia, lo que ofrecía la perspectiva casi inmediata de arribar a
semifinales. Así, la delirante promesa del séptimo partido hecha por el Piojo
sería cabalmente cumplida, aun sin llegar a la final (el séptimo partido
también incluye el juego por el tercer lugar).
Después
de unas eliminatorias desastrosas, de decisiones federativas lamentables, y de
obtener una calificación por repesca, la visión de llegar al quinto partido,
aunada a la posibilidad del séptimo, parecía la historia épica de un David
convertido paulatinamente en Goliat. Además, la primera vuelta, una de las
mejores de la historia, atizaba la esperanza de muchos. A ello, claro, ayudaban
los comentaristas oficiosos de la selección, que en cada toque de la bola, en
cada jugada de gol, en cada anotación y triunfo de la selección, veían la señal
de la grandeza.
Pero
–por costumbre o torpe deficiencia- sucedió lo de siempre cuando el equipo se
halla ante una oportunidad decisiva: ir un paso adelante de los hechos, ganar
el partido antes de jugarlo, celebrar la victoria antes de conseguirla.
Ese
domingo, más de 100 millones de televidentes mexicanos estaban, literalmente,
preparados para la celebración, cosa que en parte explicaría la depresión que
muchos de ellos vivirían solo dos horas después. Ante el duro silencio, uno
exclamaba “¡qué fiesta aquella si México hubiese ganado!”.
La muerte de un mito
En
estas condiciones de gran expectativa, la audiencia se expuso a una emoción no
prevista. Los aficionados, en su colorido papel de “porra fiel y amante de la
patria”, parecían seguir el sonsonete televisivo de cada 4 años sin mayor
consecuencia para ellos que la de ser acusados de lesionar los derechos
sexuales de los jugadores (el grito de “puuuto”, exportado al Brasil, triste
orgullo de muchos aficionados). También estaban -como siempre- los oportunistas,
quienes vestidos con la playera verde, hacían apuestas por el equipo rival en
“lo oscurito”.
Una
afición mexicana normal: desbocada, delirante, desatinada, pero al parecer, aún
situada en la frontera de la cordura, puesta a prueba muchas veces por las
derrotas de cada 4 años desde el Mundial de Estados Unidos. La derrota se halla
en los cálculos de esta afición que no demora en tomar distancia –decía- de los
fracasos en octavos por medio de la burla o el insulto.
Pero
nada había preparado a estos hinchas hiperpropulsores
a que su sueño mundialista, festivo y estentóreo, se convirtiera en una
pesadilla, en una aviesa repetición de hechos, en una condena del ayer, en un
veloz relámpago naranja. La ilusión del triunfo fue demolida en 10 minutos que
fueron breves.
Después
del golazo de Giovanni Dos Santos que incendió la fantasía de millones de
connacionales, el equipo mexicano comenzó a reproducir la historia muchas veces
vista en los octavos.
Los
jugadores de la verde perdieron el control del juego que habían logrado tener
durante 85 minutos; la media cancha fue dejada a merced de los jugadores europeos;
los errores de la defensa empezaron a darse uno tras otro; la iniciativa del
equipo fue relegada por la actitud regresiva de otras ocasiones; y los cambios,
que han resultado tan perjudiciales en estos partidos, volvieron a ser
equívocos, por lo menos el concerniente a la salida de Giovanni, quien retenía
el balón y mantenía ocupados a los defensas holandeses, jugador sustituido por Javier
Aquino, quien, al no haber jugado un solo minuto en el torneo, se hallaba
completamente desencanchado (responsabilidad suya fue el gol del empate al
perder la marca de Sneijder).
En
esta circunstancia, la remontada del equipo holandés era una cuestión de tiempo,
y la caída de Robben -tan criticada en las televisoras en su afán de maquillar
el fracaso-, no pasaría de ser una jugada anecdótica.
(La
naturaleza de la entrada de Márquez sobre el delantero de Holanda permitía la interpretación
del árbitro, además de que éste, en el primer tiempo, había dejado pasar un
penalti muy claro sobre el mismo jugador. Los señalamientos contra Robben en los
medios y las redes sociales es una campaña que iniciaron las dos grandes televisoras
del país con el objeto de desviar la atención de las verdaderas causas de la
derrota).
Los
goles de Holanda y su posterior victoria cayeron sobre la afición como un balde
de agua no fría, sino congelada. El estupor, la incredulidad, y la resignación
absoluta, mantuvieron a millones de personas aturdidas frente al televisor. Pero
la derrota en sí, que en alguna medida se esperaba, no fue tan dolorosa como la
manera en que ocurrió, con una Holanda casi a merced durante gran parte del
juego, sin que México pudiera, o se atreviera, a aprovechar esta situación.
Después
del primer gol, la selección perdió su ubicación estratégica y la actitud para poder
recuperarla, y la embestida de Holanda confirmó lo visto en otras copas
mundiales, que los equipos mexicanos siempre sufren para contener el ataque de
delanteras realmente poderosas (contra Brasil, Memo Ochoa fue la única defensa
del equipo). Aunado a ello, la rapidez con que los naranjas liquidaron la
ilusión mexicana, terminó de endurecer el súbito golpe. La derrota, consumada
en un suspiro, fue un auténtico knockout.
La creencia traicionada
Desolados
en la cancha sin saber qué cosa les había pasado encima, los jugadores de
México eran la viva imagen de un Ícaro postrado. Sus alas de campeones del mundo
las habían perdido por estar sujetas de meros sueños publicitarios. Los slogans
(porque slogans eran al ser repetidos de manera sistemática y en ocasiones muy
oportunas) de “haremos historia”, “llegaremos al séptimo partido”, “vamos por
la Copa”, eran solo restos de ceniza.
Los
autonombrados campeones (o, mejor dicho, los coronados de ese modo por la
rabiosa propaganda de las televisoras) volvían a verse en el sucio espejo de la
impotencia y la frustración, en el estanco de la primera ronda de finales
perdida por sexta vez consecutiva.
Al principio de este artículo fue planteada la cuestión sobre el sentimiento que había obligado a la mayoría del país a permanecer recluida en sus hogares ese domingo fatal. No solo se debió a la tristeza o la depresión causados por esa derrota dolorosa y sombría; fue también la vergüenza producida por el lastimoso fracaso de esos reyes desnudos; la pena de observar que los jugadores, después de memorizar el estribillo de estar “supermentalizados”, habían perdido el juego como simples novatos; el ridículo de caer vencidos tras haber realizado un enorme esfuerzo, a manos de un equipo al que solo bastó jugar a fondo durante 10 minutos para vencerlos (hasta parecía que los holandeses reservaban su energía a sabiendas de que los mexicanos no podrían hacerles gran daño).
Pero
no solo era una vergüenza ajena por aquellos futbolistas desengañados, era
también una vergüenza propia, una vergüenza de sí mismos. La imagen de la
selección una vez más derrotada era la imagen de los aficionados nuevamente
vencidos. La exacerbada proyección del nacionalismo en el equipo mexicano, promovida
ampliamente por los medios de comunicación, había cobrado una de sus facturas
más altas: la trágica derrota de la selección fue la desdicha colectiva de un
una sociedad que depositó sus aspiraciones de triunfo –de uno que fuera
reconocido mundialmente- en un equipo que volvió a defraudarla.
Una
de las claves de la publicidad para recuperar a la aficionados que se hallaban
escépticos sobre las posibilidades de la escuadra antes de que arrancara el
Mundial, consistió en demandarles el empeño de la creencia en la selección, algunas
veces de forma piadosa (cuando los jugadores salían a cuadro, admitían sus
errores y pedían el apoyo), otras veces de manera desafiante (“crees o no
crees”, decía el spot en un tono retador).
La
creencia es uno de los valores más apreciados de este pueblo al que solo basta
creer para encarar una realidad cimentada -en buena parte- de deseos
incumplidos. Creer es, para la mayoría de la sociedad mexicana, una herramienta
vital ante la constante desventura. La creencia traicionada, entonces, es
dolorosa por la fe que implica, pero también vergonzosa, cuando exhibe una sucia
falsedad, cuando se revela como mascarada de la ineptitud, cuando sirve de
instrumento de la charlatanería, cuando el santo venerado se vuelve figurín fofo
y de mal agüero.
En
este sentido, la derrota de la selección mexicana, por su recurrencia inalterable,
por su cariz de maldición funesta, pareciera la ejecución no de una fuerza
beneficiosa sino de un hado maligno, la conspiración o el embuste de algún
grupo de poder, una escena increíblemente montada (¿por jugadores, directivos,
televisoras, políticos?) con el deleznable propósito de darnos una lección
inmerecida: “no importa qué tanto te esfuerces, qué tan bien juegues, qué tanto
quieras el triunfo, siempre estarás destinado a perder”.
En
la tarde del domingo 29 de junio, los mexicanos prefirieron seguir en sus casas
por la tristeza que pesaba como una loza, pero sobre todo, por evitar la pena
de salir a la calle y mirarse los unos a los otros, y decirse, palabras de más
o de menos, “fuimos unos tontos”.
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